Vía Pijama Surf
Cada vez somos más las personas que queremos liberarnos de la mayor doctrina de las últimas décadas: el consumo; bajo la promesa de una felicidad simulada nos hemos convertido en consumidores autómatas.
Desde hace décadas el aparato mediático cerró filas para promover un estilo de vida basado en una simple actividad: consumir. Aparentemente la élite percibió en el consumo al mejor aliado de un sistema financiero que venía gestándose desde el Renacimiento y que consagró su desarrollo con el surgimiento de las grandes corporaciones.
Analizando, incluso superficialmente, este mecanismo al cual se nos incentiva cotidianamente a través de distintas vías, es relativamente fácil percatarse que utiliza, como máximo estimulante, una promesa: la felicidad. Al asociar el acto de consumir con la posibilidad de que seas feliz, millones de personas se vuelcan a perseguir ese estado abstracto, históricamente codiciado, que representa ser feliz.
Pero dentro de la dinámica del consumo la felicidad es algo que jamás se alcanzara, pues haciendo honor a la épica canción de los Rolling Stones, “I can’t get no satisfaction”, se trata de un modelo explícitamente construido para evitar que llegues a tu fin y, en cambio, vivas atrapado en un proceso simulado de búsqueda de felicidad. Pero ser esclavo de este espejismo no es la única consecuencia de volcarte a consumir. También existen otros efectos como la pérdida de identidad, la alienación e incluso la pérdida de una autoestima genuina.
(Genial cartel de Bárbara Kuger que se convirtió en un ícono crítico contra el consumismo)
Y es que a fin de cuentas el problema de raíz, que origina las consecuencias recién mencionadas, se debe a que una persona deposita su identidad (esto es, su capacidad de diferenciación con respecto a la otredad) alrededor de los artículos y productos que compra. Paralelamente se olvida de buscar respuestas en su interior, desestima por completo el auto-conocimiento y comienza a asociar íntimamente su valor como individuo a aquellos objetos que posee. Y es precisamente por estas características psicosociales que el consumismo termina por ser una eficiente prisión para millones de personas.
A pesar de que el consumismo es un estilo de vida que ya estas alturas pudiese considerarse añejo, lo cierto es que con el paso del tiempo hemos sido testigos de manifestaciones cada vez más patológicas en torno a este fenómeno. Desde iglesias adquiridas para transformarlas en centros comerciales (con el peso simbólico que lleva implícita esta acción) o personas que venden sus propios órganos para adquirir el gadget de moda, hasta estudios que confirman que ciertas marcas activan la misma región neurológica en algunas personas que la detonada por principios religiosos.
Pero si bien estamos parados en el clímax del consumismo, también podríamos hablar de que, tal vez, estamos también viviendo el apogeo de una conciencia que eventualmente pudiese obligar a un rediseño de la actual filosofía de vida, algo que inevitablemente terminaría por impulsar un replanteamiento de las estructuras económica, cultural y, por qué no, psicosocial.
Esta conciencia ha encarnado en diversos movimientos que intentan hacer frente a la inercia masiva, sagazmente manipulada, que envuelve a la mayoría de la población. Hace unos días se habló en Pijama Surf de un movimiento global conocido como los Freegans, el cual, si bien fue tejiéndose desde principios de los setentas, en realidad no llegó a consumarse como tal hasta hace poco menos de veinte años. Sus miembros, además de ser veganos, una estricta corriente vegetariana, promueven la recolección de deshechos aún aprovechables (recordemos que uno de los axiomas del consumismo es desechar prontamente para sustituir el producto por uno nuevo).
Los Freegans han declarado una guerra frontal al comercio convencional y en especial a ciertos anti-valores que sostienen el actual sistema como la avaricia, la frivolidad y el materialismo. A cambio enarbolan como bandera la promoción de la generosidad, la libertad y la cooperación.
Otro movimiento interesante de reciente creación es el llamado “Decrecimiento”. Esta corriente propone la disminución del consumo y la producción controlada, teniendo como premisa el respeto al medio ambiente, a la coexistencia de ecosistemas y al ser humano. Como su nombre lo indica, el Decrecimiento condena la máxima que rige el actual sistema financiero, es decir, el crecimiento económico a toda costa. Vale la pena enfatizar en que, según ha sido probado, el hecho de que un país crezca económicamente pocas veces se traduce en una mayor calidad de vida para sus habitantes.
(Auto-denigración colectiva durante el shopping de las rebajas anuales del “Viernes negro” en Estados Unidos)
Sustentado en una teoría expuesta por el filósofo y escritor Nicholas Georgescu-Roegen en su obra sobre bioeconomía The Entropy Law and the Economic Process (1971), el Decrecimiento tiene como antecedentes las corrientes anti-industriales del siglo XIX, encabezadas por Henri David Thoreau, en Estados Unidos, y Lev Tolstoi, en Rusia. Esta corriente remarcaba el valor de la individualidad y favorecía la creatividad sobre la rentabilidad.
En palabras el profesor español Carlos Taibo, un activo promotor de este movimiento alter-económico, quedan impresas las principales razones para condenar el crecimiento económico:
«En la percepción común, en nuestra sociedad, el crecimiento económico es, digamoslo así, una bendición. Lo que se nos viene a decir es que allí dónde hay crecimiento económico, hay cohesión social, servicios públicos razonablemente solventes, el desempleo no gana terreno, y la desigualdad tampoco es grande. Creo que estamos en la obligación de discutir hipercríticamente todas estas. ¿Por qué? En primer lugar, el crecimiento económico no genera —o no genera necesariamente— cohesión social. Al fin y al cabo, este es uno de los argumentos centrales esgrimidos por los críticos de la globalización capitalista. ¿Alguien piensa que en China hay hoy más cohesión social que hace 15 años? [...] El crecimiento económico genera, en segundo lugar, agresiones medioambientales que en muchos casos son, literalmente, irreversibles. El crecimiento económico, en tercer término, provoca el agotamiento de los recursos que no van a estar a disposición de las generaciones venideras. En cuarto y último lugar, el crecimiento económico facilita el asentamiento de lo que más de uno ha llamado el “modo de vida esclavo”, que nos hace pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos, y sobre todo, más bienes acertemos a consumir.
»Por detrás de todas estas aberraciones, creo que hay tres reglas de juego que lo impregnan casi todo en nuestras sociedades. La primera es la primacía de la publicidad, que nos obliga a comprar aquello que no necesitamos, y a menudo incluso aquello que objetivamente nos repugna. El segundo es el crédito, que nos permite obtener recursos para aquello que no necesitamos. Y el tercero y último, la caducidad de los productos, que están programados para que, al cabo de un periodo de tiempo extremadamente breve, dejen de servir, con lo cual nos veamos en la obligación de comprar otros nuevos».
Pero más allá de reclutarte en las filas de alguna corriente anti-consumista —de convertirte en Freegan, en Decreciente o en alguna otra de estas loables tribus contemporáneas— lo cierto es que si quieres hackear tu propio estilo de vida consumista basta con esforzarte un poco para ejercer conciencia cotidiana sobre tus actos, sobre tu auto-percepción y sobre tus principios.
Sería interesante que recapitularas un poco a propósito de tus posesiones materiales, con una perspectiva crítica, tratando de definir cuáles de ellas inciden realmente sobre tu calidad de vida. Y no se trata de abandonar todas tus pertenencias como Daniel Suelo, el dharma blogger, e irte a la montaña (lo cual tal vez no te haría mal). Se trata de entender cuáles son los objetos, artículos o productos que realmente enriquecen tu vida y te acercan a ese edénico estado que te promete el consumo, la felicidad.
Y ya entrado en esa reflexión, también sería bueno que analizaras aquello que en realidad te aporta felicidad (tratando de excavar más allá de los múltiples espejismos a los que hemos decidido atarnos). Finalmente, valdría la pena que definieras tus cualidades personales, tus mayores virtudes, con respecto al entono, incluyendo obviamente a la gente que te rodea, pero también respecto a tu propia persona. Y al final de este nutritivo proceso, lo más probable es que termines por darte cuenta de que gozas de una identidad propia, que tu rol social poco tiene (o poco debería tener) que ver con lo que consumes, que vives rodeado de objetos que difícilmente harán más lúcida tu existencia, que pasas la mayor parte de tu vida trabajando para poder comprar cosas que ni siquiera quieres y, sobretodo, que la felicidad, por naturaleza, no tiene precio.
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